Friday, July 13, 2007

Harold Bloom

La lectura de un lector corriente
Ricardo Martínez García


A Harold Bloom le gusta decir que el doctor
Samuel Johnson es el más grande crítico literario, que desde finales del siglo XVIII no ha habido nadie que se le iguale siquiera al extraordinario poeta, ensayista, crítico y biógrafo literario inglés.

La humildad de Bloom no le permite sugerir que él pudiera estar a la altura de Johnson, y ni qué decir que lo ha superado, aunque él es, probablemente, uno de los pocos críticos que sigue trabajando arduamente con la literatura.
Pero nosotros sí podemos proponer que Harold Bloom es el más grande crítico literario actual de habla inglesa (lo que no quiere decir que desconozca el trabajo literario escrito en muchas otras lenguas, como lo muestra, por ejemplo, la crítica que hace de la obra de Octavio Paz en El canon occidental).

Bloom (11 de julio de 1930, NY) es un hombre universal, extraordinariamente prolífico y culto, que se autodefine actualmente como un “anciano romántico e institucional”. Sus grandes pasiones, como lo demuestra su enorme obra crítica, son la literatura tanto secular como religiosa. Lector lo mismo de la Torá que de la Biblia católica y el Corán, así como de los clásicos de la literatura universal, su más célebre libro es el mencionado El canon occidental (94), obra fundamental de la crítica literaria, que lo convirtió en uno de los más famosos intelectuales de nuestros días.

De espíritu verdaderamente humanista, a Bloom no le interesa hacer proselitismo ni en la literatura ni en la religión, aunque es un especialista en ambas materias. Lo que le interesa es la sabiduría que se puede extraer de los textos de los grandes genios, tarea que, nos advierte, es una tarea personal, íntima, que tal vez no se puede transmitir, pero que de todas maneras vale mucho la pena realizar. Le interesan, naturalmente como el agudo crítico que es, aquellas razones por las que considera auténtica literatura canónica a ciertas obras.

El canon literario
El canon, señala el crítico George Alexander Kennedy, en un artículo aparecido en Canon vs Culture, Reflexions on the Current Debate, (edición de Jan Gorzk) es un acto típicamente humano para mantener y ordenar grandes legados –literarios, históricos, etcétera- del pasado, acto en el cual se lleva a cabo una selección de lo que se considera una producción o trabajo sobresaliente, y en la que se elige un número práctico de contribuciones en los diferentes géneros.

Un texto es canónico, en el contexto literario, cuando se puede afirmar que su calidad es inobjetable, que se trata de un trabajo universal, imprescindible, que –de acuerdo con Bloom- aporta luz a lo que somos como seres humanos. Son obras en las que se manifiesta clara y nítidamente la naturaleza (pues lo canónico es, en otro de sus significados, lo natural, lo que es, en oposición a lo construido o procesado) del ser humano, a través de sus costumbres, sus creencias, sus mitos, sus conocimientos e ideologías, es decir a través de su cultura.

En cada cultura hay métodos tradicionales de transmisión de los textos que se consideran canónicos. Lo canónico es algo más que lo meramente convencional, pues supone un conocimiento profundo de aquello que se juzga digno de considerarse canónico.

Los criterios para la selección, no obstante, suelen no coincidir. A críticos como Matthew Arnold, Lionel Trilling y el propio Harold Bloom, que han realizado esfuerzos por establecer algunas líneas sólidas que definan el canon, se les ha criticado a su vez por sus escritos e ideas, que mucha gente considera “desviaciones deshonrosas” de la norma anterior, o como una afrenta al sentido común o una profanación de los valores literarios completamente reconocidos.

“A lo que leo y enseño sólo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría” dice Bloom en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, con lo que resuelve sintética y concretamente el problema de los criterios canónicos.

Esos son los criterios para leer a los grandes maestros de la literatura, europeos, americanos del norte y latinos, africanos y asiáticos, de todos los géneros, con el fin de encontrar el goce estético e intelectual y además la sabiduría.

La prueba canónica
Para Bloom, el trabajo del crítico literario va dirigido a quien Johnson y
Woolf llamaron “lector corriente”, es decir al lector que lee para ensanchar su solitaria existencia.

El trabajo del crítico es ante todo personal. Su labor no consiste en decir qué leer y cómo hacerlo, de acuerdo con Bloom, sino en hablar de lo que ha leído y de aquello que vuelve a ser placentero al ser releído, acción que representa “probablemente la única prueba auténtica para saber si una obra es canónica o no”.

De acuerdo con lo que nuestro crítico sostiene, se puede entender por ejemplo que muchos de los textos que conforman la Biblia católica son canónicos precisamente por el carácter convencional con el que fueron seleccionados en algunos concilios a lo largo de la historia. Pero los libros que él considera verdaderamente relevantes literariamente son los que conforman el Pentateuco, los Proverbios y el libro de Job, porque son los que a su juicio merecen ser releídos una y otra vez, ya que cuentan con esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría.

Los tres requisitos mencionados se encuentran en todo su esplendor en la obra de dos autores universales: Shakespeare y Dante. Bloom afirma que “el canon occidental es Shakespeare y Dante”. En el canon se encuentra lo que ellos asimilaron y también los que los asimilaron. No hay más.

Los libros Shakespeare o la invención de lo humano y The Anxiety of Influence le han acarreado algunas críticas a Bloom, debido a la admiración que el autor de El rey Lear despierta, con justicia, en aquel. Pero de eso a afirmar que Bloom equipara a Shakespeare con Dios cuando dice que éste “nos inventa, y continuamente nos contiene”, es exagerar lo que el propio Bloom afirma, que es que en realidad la literatura nos inventa -o nos define- como seres humanos.

El estado de la crítica
Bloom ha afirmado también que la labor de la crítica literaria, en lo que respecta al menos al mundo anglosajón, específicamente en los Estados Unidos, prácticamente ha desaparecido. Su visión pesimista se debe a lo que ha venido observando en el ámbito de la educación literaria. En El canon deja claro que para él la educación literaria en su país se encuentra en un franco estado de enfermedad, de la cual tiene “muy poca confianza” que se reponga.

Los estudios literarios en los Estados Unidos –de acuerdo con él- sufren de una especie de balcanización, es decir de una fragmentación o desintegración, que no permiten la creación de un canon norteamericano “oficial”, puesto que en ese país “lo estético siempre consiste en una actitud solitaria, idiosincrásica, aislada. El «clasicismo norteamericano» es un oxímoron
Bloom señala que la crítica literaria sobrevivirá, pero no lo hará “en nuestras instituciones de enseñanza”, refiriéndose a los llamados “Departamentos de Inglés” de las grandes universidades, centros de estudios que con gran probabilidad cambiarán su nombre por el de Departamentos de “Estudios Culturales”, y en los cuales el estudio de los cómics, de los parques temáticos, de la religión mormona entre otras, del rock y de las películas reemplazará el estudio de autores como Geoffrey Chaucer, William Shakespeare, John Milton, o William Wordsworth, héroes de la literatura inglesa.

La crítica literaria sobrevivirá en aquellos que, individualmente, lean y disfruten a los escritores canónicos, en aquellos en que el amor por la Gran Poesía ya esté de manera natural en su interior. “La verdadera lectura es una actitud solitaria, y no le enseña a nadie a convertirse en mejor ciudadano”, afirma Bloom.

La invención de Jahvé
Harold Bloom se autodefine como un crítico literario, pero también como crítico religioso. Por un lado tiene claro que en la literatura secular lo esencial es la creación, pero por el otro, en la literatura religiosa tiene claro que no se trata tanto de revelaciones, sino que a semejanza de la secular, también hay invención o creación literaria de los personajes religiosos. Si no recuerdo mal, Borges decía que la Biblia es la colección de cuentos extraordinarios más grande que existe.

En The Book of J, Bloom propone, haciéndose eco de otros estudiosos, que algunos textos del Antiguo Testamento fueron escritos por un mismo autor, posible miembro de la corte real del rey Salomón, al que nuestro autor llama J, quien sería autor del Génesis, el Éxodo, Números y del segundo libro de Samuel.

Dicho miembro de la corte muy probablemente era alguien versado en la tradición persa de la concepción religiosa del mundo, tal como sugieren estudios de especialistas como el iranólogo e islamista Henry Corbin, o como Norman Cohn, estudioso de la Cábala. Pero a Bloom, dadas las características sicológicas de J, le parece que hay más probabilidades de que Jahvé haya sido inventado –literariamente- por una mujer.

De ese modo, una criatura que en el Génesis es creada de una costilla del hombre, a su vez creado a imagen y semejanza de Dios fue probablemente la inventora de J. Dadas las implicaciones de esta teoría, es una suerte que en el cristianismo no haya en la actualidad algo parecido a la Fatwa islamista.

El Hallazgo

Ricardo Martínez García

Clarisa llegó muy temprano a la misa dominical de nueve, ceremonia especial para los niños a la que acostumbraba asistir porque de esa manera le rendía el día; era una mujer muy ocupada. Entró al templo y se sentó en una banca de madera bellamente trabajada, cerca del altar. Como faltaban diez minutos para el inicio de la celebración se puso a contemplar el lugar, algo que pocas veces hacía dado que siempre andaba con prisa.

Las dos altas cúpulas y el amplio espacio que había entre ellas le producían un sentimiento de grandeza. Las imágenes de santos y vírgenes colocados a los costados de las paredes le hacían sentir una mezcla de compasión y de simpatía por ellos. “¡Qué vidas tan interesantes las de estos cristianos ejemplares!” pensó. Se arrodilló para iniciar una oración y en ese momento vio algo que llamó su atención: un sobre blanco sin cerrar, cuyo borde sobresalía del espacio que tienen las bancas en la parte trasera del respaldo y que sirve para guardar el misal.

Al principio creyó que era un sobre abandonado de los que se usan para depositar el diezmo o alguna colecta para las misiones, pero luego vio que era un sobre grueso, como los que contienen tarjetas de felicitación. Lo tomó en sus manos con curiosidad y extrajo dos hojas blancas cuidadosamente dobladas. Contenían una escritura apretada y muy bien hecha, casi de calígrafo. Todavía tenía tiempo, así que leyó:

Querida amiga:

¿Recuerdas cuando me contaste que tuviste un novio, hace mucho tiempo, al que apodaste El Satanás (porque te perseguía como si quisiera comprarte el alma)?, pues de inmediato se me ocurrió la loca idea de que todos, en el fondo, somos el Satanás de alguien más, o de que todos tenemos un Satanás persiguiéndonos.

Recordé por ejemplo las veces en que me llamabas a deshoras para platicarme tus penurias existenciales. A veces, durante esas llamadas mi atención se enfocaba más en la televisión, la cual no dejaba de mirar mientras sostenía cansinamente el auricular, que en aquello que de manera tan dramática me contabas. Lo que decías tenía tan poco que ver conmigo y hasta contigo, pues todo giraba en torno a terceras personas que conocías pero cuyas vidas eran para ti más interesantes que la tuya misma. Lo que me contabas era ajeno y extraño. Por eso no tenía empacho en contestarte de lo más cortante posible, con puros sí, no, no, no, quién sabe.

Hace poco tuve una interesante conversación –ésta sí, por la novedad- con una ex, luego de que me buscara nuevamente, y que estuvo más o menos así:

-Hola, leí tu anterior correo y quiero decirte algo. Perdóname si un día te lastimé, no era mi intención –me dijo en tono de disculpa, luego de que le recordé los motivos de nuestra separación, hace ya muchos años-. A pesar del tiempo y la distancia, mis pensamientos y mi amor siempre estuvieron y estarán contigo.

-Es gracioso –le contesté-. Cuando terminaste conmigo por segunda vez dijiste exactamente eso: que no querías lastimarme; antes no te creí pero ahora sí que te creo. El mal es involuntario e inconsciente –apunté maliciosamente- así que olvídalo, no hay nada qué perdonar.
-Pensé que eso ya estaba olvidado –reviró, como si recordara algo molesto-, pero al parecer todavía guardas resentimientos. En mí solo encontrarás amor y agradecimiento, y ya pagué mis errores, dame una oportunidad, ¿si?
-He dicho que no guardo rencores, pero ¡la memoria es la memoria! –dije a duras penas para no carcajearme-. ¿Cómo olvidar que me fuiste infiel dos veces? Aún así te digo: seamos amigos.
-No pretendo nada más que “usted” me haga ese honor; en mi vida, se terminó la exclusividad. Soy de todo ser vivo en este mundo y yo no tengo nada, solo mucho amor.
-Ya veo, ¡el olor a santidad llega hasta mi alma! –!ja jay! exclamé burlonamente-. Bien por ti y por los que te rodean, que Dios te bendiga.
-¡Qué pena!, no entendiste nada, y fíjate que no hay mucha distancia entre la santidad y yo, pero aspiro a ella –contestó con enfado-. Ojalá y tu actitud hacia mí cambie, porque es muy aburrido ser amigo de una santa, ¿no te parece?
-¡Qué charla tan divertida estamos teniendo! Me recuerda el dicho ese de “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Si creo lo que dices, mal. Si no creo lo que dices, ¡mal también! Lo que sí resulta aburrido es tener a un amigo como yo que dice lo que piensa y piensa lo que dice. Considéralo.
-No sé qué es lo que tanto te molesta de mí –señaló fastidiada- pero no quiero entrar en polémicas y terminar afectando a alguno de los dos. Cuídate.

-¿Ya no quieres ser mi amiga? Acuérdate de que el que se enoja pierde –dije, provocativamente-. Yo lo que quiero es ser tu verdadero amigo. Sin modestias innecesarias pero sin tapujos. ¿Estás lista para algo así?
-De modesta no tengo nada y pensé que me conocías un poco más. Estoy ofreciéndote mi amistad y espero me aceptes así como soy, “sin defectos”. ¡Y tan bonita!

Cuando dijo eso de tan bonita, entendí que no hablaba en serio. ¿Quién las entiende?



Pero volviendo a lo que te decía, y dejando de lado a las ex que se ponen en contacto, mientras me contabas lo del Satanás, no tardé mucho en ponerme de su lado: sostuve que tal vez él sí te quería de verdad, a pesar de tus desplantes, descortesías y ambigüedad moral, o a pesar de tu buena disposición espiritual, pues para mucha gente eres una mujer llena de bondad y caridad (y que seas misionera laica e impartas catecismo a niños y charlas a quinceañeras y de vocaciones, refuerza esa idea), pero para alguien como el Satanás, que manifiestó a las claras su interés por ti, sólo tienes menosprecio, si no es que simple compasión.Tu frase favorita sobre él era: “Pobrecito, decía que me quería, que me amaba”.

-¿No crees que de veras te quería? –te pregunté sin interés-.
- Ay, yo creo que sí, pero a mí para nada que me gustaba, ni loca que estuviera, no era feo el tal Satanás, pero sí de esos tipos encimosos, siempre quería estar conmigo. No podía estar un rato con mis amigas, cuando de pronto me decían “ahí viene tu novio”. ¡Santo Cristo del Señor! No lo soportaba.

Antes me habías presumido que eres tan cumplida en tu trabajo que hasta te hiciste merecedora de un reconocimiento público por no haber faltado un solo día. Sin duda, un gran logro, sobre todo para alguien que trabaja en un círculo laboral en el que no se goza del derecho de días económicos. Tu decepción y molestia fueron evidentes cuando te dije que eso no me impresionaba lo más mínimo: me parece que tu capacidad de compromiso, a veces a costa de tu propio bienestar, resulta digna de mejores causas.

Por cierto, cuando te propuse que nos echáramos un polvo, como dicen en España, me sorprendió desagradablemente que te importaran más las cuestiones estéticas que la coherencia religiosa: no solo no te opusiste al sexo sin boda, como dice Sabina, sino que dijiste que te diera tiempo para ponerte en forma (como si alguien con evidente sobrepeso pudiera, de una semana a la otra, eliminar al menos diez kilos. ¡Ni consumiendo pseudoefedrina!).

Acaso yo soy el que está mal, al suponer un poco de coherencia entre lo que se predica y lo que se hace, pero ¿estoy mal al pensar que tú te has convertido en mi propio Satanás, puesto que soy presa fácil de mis propias tentaciones, las cuales encuentran tierra fértil en las tuyas? No niego que a veces tengo fantasías en las que tienes un papel muy activo (algo que para ser realista no concibo de verdad), pero al final vislumbro la insatisfacción de ese whisky sin soda que me produce el sexo sin amor.

Así que al final se trata de eso, del desamor que hay entre nosotros. Lo nuestro es sólo la carnalidad de lo inmediato: la piel que se estremece, la lengua mojada que debería sentir pasión pero a la que no le alcanza la imaginación. Unos ojos que anhelan algo más que el vacío cínico de mi mirada.

La parte de la religión que compartimos sólo es una anécdota divertida y, si quieres, cursilona. Digamos que fue a su práctica –abandonada ya hace mucho por mi parte- que nos conocimos. En el fondo creo que nos conducimos más por nuestros instintos que por la bella idea de que hay un Dios bueno y sabio, pero que a la vez es un Dios del que no queremos saber nada y al que no le damos nada que no podamos darle de manera natural, sin esforzarnos. Porque creo que en ti no hay esfuerzo por ser una misionera o catequista, ya que has hecho de esas actividades tu mejor manera de autorreconocerte (y ahora con una nueva modalidad: la enseñanza a adolescentes en un instituto presidido por religiosos ¡a quienes dices ya extrañar!). Pero ¿quién soy yo para juzgar algo así?

Todavía recuerdo que, luego de exponerte lo anterior, en un arranque de furia y de rabia me dijiste: "no seas hipócrita, como si no supiera que tú también te aprovechabas de la convivencia que se produce en los grupos de apostolado en la iglesia, como si no supiera nada de tu carrera de Juan Tenorio barato que conquistaba a todas las crédulas que se te ponían enfrente y luego huías como el cobarde que eres, porque es miedo lo que tienes, eres un tipo que no ha alcanzado a madurar para comprender que en toda relación humana existe algo que tú no entiendes ni por equivocación: algo que se llama compromiso, responsabilidad, respeto y fidelidad, pues tú no eres fiel ni siquiera a tí mismo, y menos a ese Dios que dices adorar, porque ese dios es un reflejo de tí mismo, y en sus ojos sólo ves el vacío que tú has producido en tu corazón".

Todo lo anterior me lo dijiste con la cara bañada en lágrimas, el gesto descompuesto y la respiración agitada.

Necesitaba decirte esto que siento: no dudo que seas una buena persona, pero creo que no te conoces realmente –quién sí ¿vedad?- ni creo que me conozcas verdaderamente, ni yo me conozco de lo que soy y he podido ser capaz. Espero que esta carta llegue precisamente a ti. Ya he sufrido antes decepciones amorosas o relacionadas con el sexo. Por eso, deseo pedirte que, la próxima vez que nos veamos, sea verdaderamente para ir al cine, o a comer, o incluso a rezar un Rosario o un Ave María, o el bellísimo Magníficat, que ya no recuerdo bien cómo va. Y si es el caso, el polvo que ha quedado pendiente!
Cuídate, sinceramente.
El Satanás o Don Juan Tenorio


Clarisa había ido enrojeciendo conforme leía la carta, que ahora le parecía horrible. Si bien no conocía a alguien apodado El Satanás, había algunas cosas con las que se podía identificar. Incluso pensó que podía ser una broma pesada, pero no conocía a alguien que pudiera hacer ese tipo de bromas precisamente con ella.

Cuando terminó, su primer impulso fue quemarla con la primera veladora al alcance de la mano, pero luego pensó que tal vez no era en realidad para ella, que tal vez iba dirigida a alguien muy parecida a ella. La duda la hizo meter las hojas al sobre y dejarlo exactamente en el sitio donde la encontró. No había motivo para suponer que era para ella.