William Peter Blatty
y las noches de insomnio
Ricardo Martínez García.
El miedo es uno de los sentimientos más fuertes que experimentamos a lo largo de nuestras vidas. Miedo al fracaso, al desamor, a la soledad. Pero los miedos que se provocan de manera mediatizada, es decir a través del cine y la televisión principalmente, son los que permanecen en nuestro subconsciente por más tiempo, como el miedo a la muerte, a lo desconocido y, en general, a lo que en el imaginario colectivo suponemos como encarnación del mal. Ejemplo de esto es el pavor que provoca la idea del demonio y de sus terribles acciones sobre la humanidad. Pavor que, por otro lado, nos atrae y fascina, siempre que sea desde la butaca de una sala de proyección.
Lo anterior viene a cuento porque en mi última visita a la librería más grande que tiene el Fondo de Cultura Económica, aquí en chilangolandia, me hice de la novela de William Peter Blatty, El Exorcista, que fue publicada en 1971 y llevada a la pantalla sólo dos años después, estrenándose el 26 de diciembre del 73, con lo cual se homogenizó la idea visual –a través de la película- de la posesión demoníaca que se describe en el libro.
Varias generaciones han visto con horror y repulsión, con el corazón encogido, las escenas en las que Regan (Linda Blair) vomita sobre el padre Merrin (Max Von Sydow), luego levita sobre la cama y a duras penas es contenida por los rezos del padre Merrin, auxiliado por el padre Karras (Jason Millar).
A pesar de lo anterior, y luego de varias veces de ver la cinta, de pronto se comienzan a ver tales escenas ya no tan terroríficas, e incluso se ven absurdas y hasta cómicas, o al menos eso me pasó cuando fui a ver con unos amigos la llamada “Edición del Director”, con la brevísima escena del paso de la araña, allá por el 2001: la mayor parte del tiempo nos la pasamos chacoteando y bromeando a expensas de las conocidas escenas, mientras comíamos ruidosamente palomitas en una sala completamente abarrotada.
Pero leer el libro es otra cosa, por varias razones. Primero porque en este caso pude constatar algunas pequeñas discrepancias con lo visto en la película, elementos que a fin de cuentas no alteran la trama general. No es como en la serie de El señor de los anillos en la que la adaptación cinematográfica deja de lado grandes secciones de las novelas que empobrecen la versión filmada. Pero ése era precisamente el reto de Peter Jackson, realizar una serie de películas basadas en la fecunda fantasía de Tolkien sin simplificarlas demasiado. El resultado aún así es aceptable, pero no hay como leer los libros.
En segundo lugar, porque la lectura es un acto esencialmente solitario; es enfrentar el texto sin bromas ni chacoteos. Es también un diálogo entre el lector y el autor, íntimo y profundo.
Tengo la costumbre de leer antes de dormir, acostado en mi cama, a altas horas de la noche. La lectura de la novela de Blatty, lo digo sin rubores, me produjo la sensación de estar leyendo un libro prohibido, como si me asomara a un mundo siniestro al cual no debería visitar por mi propio bienestar espiritual. “He leído libros más esotéricos”, pensé, en un intento por aplacar mi inquietud. La diferencia es que esos otros libros esotéricos no me inquietaron (detesto decirlo) a un nivel tan concreto, era como si sus tramas no pudieran afectarme directamente. Seguramente lo anterior se debe a los resabios de mi descuidado catolicismo.
Al principio de la lectura, luché por quitar de mi mente los recuerdos visuales producto de la película. Una vez logrado eso, la recreación escénica mental fluyó con facilidad, pero al mismo tiempo me hizo consciente –de manera desagradable- de la negritud profunda de las sombras y de los ruidos más nimios afuera de mi recámara, o los ruidos que, a mi juicio, algo producía sobre la puerta que da a la calle. En una ocasión tuve que levantarme ante la sospecha de que Dominique, nuestra perra, se hubiera quedado en la calle accidentalmente, y gimiera y arañara la puerta para que la dejara entrar. Encontré a mi mascota en su casita; tenía el aire lastimero que adopta cuando la regaño; imaginé que tenía miedo por alguna razón, pero ya no quise averiguar a qué podría ser.
La inquietud y la desazón que me produjo la lectura de El exorcista me llevó a tener noches de insomnio, en las que, de manera extraña, a mis pensamientos se sobreponían escenas de la novela que, por otra parte, Blatty escribió de manera objetiva, como si el narrador fuera solo un observador más y describiera escuetamente lo que atestigua.
Lo curioso del asunto es que ni siquiera esas descripciones son tan aterradoras, ni en el libro ni en la película. Más bien lo que me parece que sucede es que esas escenas nos evocan cosas que ya tenemos instaladas en la mente, tal vez de manera natural, pero más seguro de manera cultural. Jung sin duda tiene razón con lo de los arquetipos acerca del bien y del mal.
Ahora mismo, a plena luz del día, me parece que exagero en lo anterior, pero eso mismo fue lo que se me ocurrió por la noche: que el miedo que tenía me iba a parecer exagerado cuando me acordara de él durante el día. Es sorprendente ver cómo la confianza en mí mismo merma durante las horas difíciles de la noche, pero es más sorprendente constatar con qué facilidad la recupero en la mañana mientras me desayuno. ¿Será que a final de cuentas sí se trata sólo de luz y oscuridad, al menos para los seres humanos? No, no lo creo, no somos tan simples, tan maniqueos.
La novela la terminé en horas diurnas, no vaya a ser el diablo panzón, como dice una amiga.
Monday, May 21, 2007
Tuesday, May 08, 2007
Francesca Woodman
La atormentada búsqueda del ser propio
Ricardo Martínez García
De algún modo, su trabajo está en el extremo opuesto al de artistas visuales como Spencer Tunick (no lo imagino posando desnudo para sus propias fotos), quien explora el fenómeno que él mismo ha creado de las masas humanas dispuestas a adoptar insólitas y homogéneas poses en escenarios espectaculares, como en el Zócalo de la ciudad. Tunick representa la objetivación de la masa; Francesca la íntima objetivación del sujeto.
La composición en algunas de sus fotos es rica en contrastes de texturas, donde la naturaleza –frutas, escenas boscosas o de playa- se funde con el cuerpo de la artista; en la imagen titulada “Tres tipos de melón” se muestra la foto, no exenta de humor, de una imagen de melón sostenido por la modelo, otro melón partido a la mitad y los senos de la modelo. El erotismo no es la excusa pero tampoco está excluido de su interés, incluso cuando su modelo es un hombre u otra mujer.
Durante su estancia en Roma (77-78) Francesca tomó muchas fotos en las que el fondo de sus imágenes muestra paredes deconchadas y corroídas por el salitre, como de vecindad tepiteña, frecuentemente formando ángulos rectos y perpendiculares, como enfatizando la calidad geométrica del origen arquitectónico clásico, cuyo estado físico es ruinoso. Estos escenarios recuerdan los ambientes en los que le gustaba ubicar su trabajo en Rhode Island, donde buscaba viejas mansiones victorianas o fábricas abandonadas que le pudieran ofrecer el contexto apropiado para lo que quería expresar.
Las fotos de este periodo muestran su conocimiento e influencia de los pintores clásicos italianos. Un ejemplo de ello es la serie “Calendario Pez -6 días” que cuenta con un aspecto general de naturalezas muertas combinadas con desnudos parciales.
En otras imágenes hay una especie de espiritualidad místico religiosa de inspiración cristiana que clama por una transformación de la carne: el dolor autoinflingido es casi palpable por la explicitud de los objetos lacerando su cuerpo, o en las que la postura de éste y su etérea apariencia muestran una estética muy bien lograda, que a veces raya en lo monstruoso y terrorífico, como expresando su deseo de escapar de la prisión del espacio representado por su propio cuerpo, o también como si se poseyera la conciencia de la permanencia sumamente temporal de nuestro ser en este mundo. Tal percepción resulta realmente angustiante.
Algunas fotos parecen afirmar nuestra calidad de fantasmas que, al revés de la máxima del viejo Fidel Velásquez, “el que se mueve no sale en la foto”, en las tomas de Woodman la foto es del que sí se está moviendo, del que es inaprensible y aparece por lo tanto borroso y confuso.
Cuando ella no está en primer plano, aparecen desvencijadas puertas colocadas contra la pared, fuera de su sitio natural, en posiciones curiosamente geométricas y, una vez más, acompañadas del cuerpo desnudo de la modelo en posturas cercanas a la fetal, que reflejan su deseo de esconderse.
El subjetivismo de la mirada
Woodman realizó un ejercicio introspectivo que la llevó a conocerse, sin otra mediación más que la de su mirada, al hacerse objeto de la imagen con su propia cámara colocándose al frente de ella, pero a la vez siendo la autora de la foto, en un hábil movimiento que logra el reconocimiento de su subjetividad, haciendo de la foto un reflejo –pero no al modo de un espejo, sino de la construcción interna de su propia imagen- de su ser. No obstante lo anterior, en su serie Self Deceit (auto engaño) Woodman parece jugar con la idea de encontrarse y desencontrarse en las imágenes.
La obra de Woodman consta de casi quinientas fotos que, con el tiempo, se han vuelto de culto entre los admiradores del arte fotográfico. Es una obra considerable para alguien que tenía 22 años al morir.
Su obra, realmente poco conocida por el público general, ha sido resguardada desde entonces por sus padres, Betty Woodman (reconocida por su trabajo con cerámica) y su esposo George. De vez en cuando organizan alguna exposición de la obra de su hija.
Aparte de Some Disordered Interior Geometries hay un libro con fotos y ensayos sobre su obra llamado Francesca Woodman, edición a cargo de Hervé Chandès y con ensayos de Philippe Sollers, David Levi Strauss, Elizabeth Janus, y Sloan Rankin. Está editado por Scalo Books.
">Vínculo
Ricardo Martínez García
Las bellas e inquietantes fotos de Francesca Woodman expresan la búsqueda de sí misma a través de imágenes en blanco y negro en donde el sujeto retratado –ella misma como modelo- aparece difuso o borroso, en un ambiente depresivo y surrealista, como de película de David Lynch.
Los desnudos y las poses en la obra de esta precoz artista norteamericana (comenzó a tomar fotos cuando tenía alrededor de trece años) parecen reflejar la búsqueda desesperada del autorreconocimiento pero a la vez -y de manera contradictoria- un deseo de aislarse del mundo, de manifestar una desolación o una soledad máximas.
De algún modo, su trabajo está en el extremo opuesto al de artistas visuales como Spencer Tunick (no lo imagino posando desnudo para sus propias fotos), quien explora el fenómeno que él mismo ha creado de las masas humanas dispuestas a adoptar insólitas y homogéneas poses en escenarios espectaculares, como en el Zócalo de la ciudad. Tunick representa la objetivación de la masa; Francesca la íntima objetivación del sujeto.
La etapa europea
Francesca nació el 3 de abril de 1958 en la ciudad de Denver, Colorado. Estudió en la Escuela de Diseño de Rhode Island de 1975 a 1979 y pasó un año becada en Roma. Estos años estuvieron marcados por una gran creatividad; además, en su trabajo muestra la influencia del clacisismo, la sensualidad y la idea de la decadencia que experimentó en Roma.
La composición en algunas de sus fotos es rica en contrastes de texturas, donde la naturaleza –frutas, escenas boscosas o de playa- se funde con el cuerpo de la artista; en la imagen titulada “Tres tipos de melón” se muestra la foto, no exenta de humor, de una imagen de melón sostenido por la modelo, otro melón partido a la mitad y los senos de la modelo. El erotismo no es la excusa pero tampoco está excluido de su interés, incluso cuando su modelo es un hombre u otra mujer.
Durante su estancia en Roma (77-78) Francesca tomó muchas fotos en las que el fondo de sus imágenes muestra paredes deconchadas y corroídas por el salitre, como de vecindad tepiteña, frecuentemente formando ángulos rectos y perpendiculares, como enfatizando la calidad geométrica del origen arquitectónico clásico, cuyo estado físico es ruinoso. Estos escenarios recuerdan los ambientes en los que le gustaba ubicar su trabajo en Rhode Island, donde buscaba viejas mansiones victorianas o fábricas abandonadas que le pudieran ofrecer el contexto apropiado para lo que quería expresar.
Las fotos de este periodo muestran su conocimiento e influencia de los pintores clásicos italianos. Un ejemplo de ello es la serie “Calendario Pez -6 días” que cuenta con un aspecto general de naturalezas muertas combinadas con desnudos parciales.
En otras imágenes hay una especie de espiritualidad místico religiosa de inspiración cristiana que clama por una transformación de la carne: el dolor autoinflingido es casi palpable por la explicitud de los objetos lacerando su cuerpo, o en las que la postura de éste y su etérea apariencia muestran una estética muy bien lograda, que a veces raya en lo monstruoso y terrorífico, como expresando su deseo de escapar de la prisión del espacio representado por su propio cuerpo, o también como si se poseyera la conciencia de la permanencia sumamente temporal de nuestro ser en este mundo. Tal percepción resulta realmente angustiante.
Algunas fotos parecen afirmar nuestra calidad de fantasmas que, al revés de la máxima del viejo Fidel Velásquez, “el que se mueve no sale en la foto”, en las tomas de Woodman la foto es del que sí se está moviendo, del que es inaprensible y aparece por lo tanto borroso y confuso.
Cuando ella no está en primer plano, aparecen desvencijadas puertas colocadas contra la pared, fuera de su sitio natural, en posiciones curiosamente geométricas y, una vez más, acompañadas del cuerpo desnudo de la modelo en posturas cercanas a la fetal, que reflejan su deseo de esconderse.
El subjetivismo de la mirada
Francesca era la típica adolescente norteamericana, como puede verse en los autorretratos que sí muestran su cara, pero sus gestos denotan una especie de conocimiento de quien se ha asomado demasiado al destino final de la humanidad: la muerte. Francesca mostró con sus fotografías que una artista como ella no necesitaba estar detrás de la cámara para hacer sus fotos, que la idea previa y la conceptualización de la composición y realización de las tomas son las que cuentan al final para obtener perturbadoras pero a la vez inocentes imágenes.
Woodman realizó un ejercicio introspectivo que la llevó a conocerse, sin otra mediación más que la de su mirada, al hacerse objeto de la imagen con su propia cámara colocándose al frente de ella, pero a la vez siendo la autora de la foto, en un hábil movimiento que logra el reconocimiento de su subjetividad, haciendo de la foto un reflejo –pero no al modo de un espejo, sino de la construcción interna de su propia imagen- de su ser. No obstante lo anterior, en su serie Self Deceit (auto engaño) Woodman parece jugar con la idea de encontrarse y desencontrarse en las imágenes.
La obra de Woodman consta de casi quinientas fotos que, con el tiempo, se han vuelto de culto entre los admiradores del arte fotográfico. Es una obra considerable para alguien que tenía 22 años al morir.
Exhibió por primera vez sus fotografías en la Galería Maldoror. Luego de su regreso a los Estados Unidos, se mudó a Nueva York. Su único libro publicado en vida fue Some Disordered Interior Geometries, el cual apareció en enero de 1981, mes en que decidió poner fin a su vida, saltando al vacío desde la ventana de su estudio en un edificio de Manhattan, Nueva York.
Su obra, realmente poco conocida por el público general, ha sido resguardada desde entonces por sus padres, Betty Woodman (reconocida por su trabajo con cerámica) y su esposo George. De vez en cuando organizan alguna exposición de la obra de su hija.
Aparte de Some Disordered Interior Geometries hay un libro con fotos y ensayos sobre su obra llamado Francesca Woodman, edición a cargo de Hervé Chandès y con ensayos de Philippe Sollers, David Levi Strauss, Elizabeth Janus, y Sloan Rankin. Está editado por Scalo Books.
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