Friday, July 13, 2007

El Hallazgo

Ricardo Martínez García

Clarisa llegó muy temprano a la misa dominical de nueve, ceremonia especial para los niños a la que acostumbraba asistir porque de esa manera le rendía el día; era una mujer muy ocupada. Entró al templo y se sentó en una banca de madera bellamente trabajada, cerca del altar. Como faltaban diez minutos para el inicio de la celebración se puso a contemplar el lugar, algo que pocas veces hacía dado que siempre andaba con prisa.

Las dos altas cúpulas y el amplio espacio que había entre ellas le producían un sentimiento de grandeza. Las imágenes de santos y vírgenes colocados a los costados de las paredes le hacían sentir una mezcla de compasión y de simpatía por ellos. “¡Qué vidas tan interesantes las de estos cristianos ejemplares!” pensó. Se arrodilló para iniciar una oración y en ese momento vio algo que llamó su atención: un sobre blanco sin cerrar, cuyo borde sobresalía del espacio que tienen las bancas en la parte trasera del respaldo y que sirve para guardar el misal.

Al principio creyó que era un sobre abandonado de los que se usan para depositar el diezmo o alguna colecta para las misiones, pero luego vio que era un sobre grueso, como los que contienen tarjetas de felicitación. Lo tomó en sus manos con curiosidad y extrajo dos hojas blancas cuidadosamente dobladas. Contenían una escritura apretada y muy bien hecha, casi de calígrafo. Todavía tenía tiempo, así que leyó:

Querida amiga:

¿Recuerdas cuando me contaste que tuviste un novio, hace mucho tiempo, al que apodaste El Satanás (porque te perseguía como si quisiera comprarte el alma)?, pues de inmediato se me ocurrió la loca idea de que todos, en el fondo, somos el Satanás de alguien más, o de que todos tenemos un Satanás persiguiéndonos.

Recordé por ejemplo las veces en que me llamabas a deshoras para platicarme tus penurias existenciales. A veces, durante esas llamadas mi atención se enfocaba más en la televisión, la cual no dejaba de mirar mientras sostenía cansinamente el auricular, que en aquello que de manera tan dramática me contabas. Lo que decías tenía tan poco que ver conmigo y hasta contigo, pues todo giraba en torno a terceras personas que conocías pero cuyas vidas eran para ti más interesantes que la tuya misma. Lo que me contabas era ajeno y extraño. Por eso no tenía empacho en contestarte de lo más cortante posible, con puros sí, no, no, no, quién sabe.

Hace poco tuve una interesante conversación –ésta sí, por la novedad- con una ex, luego de que me buscara nuevamente, y que estuvo más o menos así:

-Hola, leí tu anterior correo y quiero decirte algo. Perdóname si un día te lastimé, no era mi intención –me dijo en tono de disculpa, luego de que le recordé los motivos de nuestra separación, hace ya muchos años-. A pesar del tiempo y la distancia, mis pensamientos y mi amor siempre estuvieron y estarán contigo.

-Es gracioso –le contesté-. Cuando terminaste conmigo por segunda vez dijiste exactamente eso: que no querías lastimarme; antes no te creí pero ahora sí que te creo. El mal es involuntario e inconsciente –apunté maliciosamente- así que olvídalo, no hay nada qué perdonar.
-Pensé que eso ya estaba olvidado –reviró, como si recordara algo molesto-, pero al parecer todavía guardas resentimientos. En mí solo encontrarás amor y agradecimiento, y ya pagué mis errores, dame una oportunidad, ¿si?
-He dicho que no guardo rencores, pero ¡la memoria es la memoria! –dije a duras penas para no carcajearme-. ¿Cómo olvidar que me fuiste infiel dos veces? Aún así te digo: seamos amigos.
-No pretendo nada más que “usted” me haga ese honor; en mi vida, se terminó la exclusividad. Soy de todo ser vivo en este mundo y yo no tengo nada, solo mucho amor.
-Ya veo, ¡el olor a santidad llega hasta mi alma! –!ja jay! exclamé burlonamente-. Bien por ti y por los que te rodean, que Dios te bendiga.
-¡Qué pena!, no entendiste nada, y fíjate que no hay mucha distancia entre la santidad y yo, pero aspiro a ella –contestó con enfado-. Ojalá y tu actitud hacia mí cambie, porque es muy aburrido ser amigo de una santa, ¿no te parece?
-¡Qué charla tan divertida estamos teniendo! Me recuerda el dicho ese de “dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Si creo lo que dices, mal. Si no creo lo que dices, ¡mal también! Lo que sí resulta aburrido es tener a un amigo como yo que dice lo que piensa y piensa lo que dice. Considéralo.
-No sé qué es lo que tanto te molesta de mí –señaló fastidiada- pero no quiero entrar en polémicas y terminar afectando a alguno de los dos. Cuídate.

-¿Ya no quieres ser mi amiga? Acuérdate de que el que se enoja pierde –dije, provocativamente-. Yo lo que quiero es ser tu verdadero amigo. Sin modestias innecesarias pero sin tapujos. ¿Estás lista para algo así?
-De modesta no tengo nada y pensé que me conocías un poco más. Estoy ofreciéndote mi amistad y espero me aceptes así como soy, “sin defectos”. ¡Y tan bonita!

Cuando dijo eso de tan bonita, entendí que no hablaba en serio. ¿Quién las entiende?



Pero volviendo a lo que te decía, y dejando de lado a las ex que se ponen en contacto, mientras me contabas lo del Satanás, no tardé mucho en ponerme de su lado: sostuve que tal vez él sí te quería de verdad, a pesar de tus desplantes, descortesías y ambigüedad moral, o a pesar de tu buena disposición espiritual, pues para mucha gente eres una mujer llena de bondad y caridad (y que seas misionera laica e impartas catecismo a niños y charlas a quinceañeras y de vocaciones, refuerza esa idea), pero para alguien como el Satanás, que manifiestó a las claras su interés por ti, sólo tienes menosprecio, si no es que simple compasión.Tu frase favorita sobre él era: “Pobrecito, decía que me quería, que me amaba”.

-¿No crees que de veras te quería? –te pregunté sin interés-.
- Ay, yo creo que sí, pero a mí para nada que me gustaba, ni loca que estuviera, no era feo el tal Satanás, pero sí de esos tipos encimosos, siempre quería estar conmigo. No podía estar un rato con mis amigas, cuando de pronto me decían “ahí viene tu novio”. ¡Santo Cristo del Señor! No lo soportaba.

Antes me habías presumido que eres tan cumplida en tu trabajo que hasta te hiciste merecedora de un reconocimiento público por no haber faltado un solo día. Sin duda, un gran logro, sobre todo para alguien que trabaja en un círculo laboral en el que no se goza del derecho de días económicos. Tu decepción y molestia fueron evidentes cuando te dije que eso no me impresionaba lo más mínimo: me parece que tu capacidad de compromiso, a veces a costa de tu propio bienestar, resulta digna de mejores causas.

Por cierto, cuando te propuse que nos echáramos un polvo, como dicen en España, me sorprendió desagradablemente que te importaran más las cuestiones estéticas que la coherencia religiosa: no solo no te opusiste al sexo sin boda, como dice Sabina, sino que dijiste que te diera tiempo para ponerte en forma (como si alguien con evidente sobrepeso pudiera, de una semana a la otra, eliminar al menos diez kilos. ¡Ni consumiendo pseudoefedrina!).

Acaso yo soy el que está mal, al suponer un poco de coherencia entre lo que se predica y lo que se hace, pero ¿estoy mal al pensar que tú te has convertido en mi propio Satanás, puesto que soy presa fácil de mis propias tentaciones, las cuales encuentran tierra fértil en las tuyas? No niego que a veces tengo fantasías en las que tienes un papel muy activo (algo que para ser realista no concibo de verdad), pero al final vislumbro la insatisfacción de ese whisky sin soda que me produce el sexo sin amor.

Así que al final se trata de eso, del desamor que hay entre nosotros. Lo nuestro es sólo la carnalidad de lo inmediato: la piel que se estremece, la lengua mojada que debería sentir pasión pero a la que no le alcanza la imaginación. Unos ojos que anhelan algo más que el vacío cínico de mi mirada.

La parte de la religión que compartimos sólo es una anécdota divertida y, si quieres, cursilona. Digamos que fue a su práctica –abandonada ya hace mucho por mi parte- que nos conocimos. En el fondo creo que nos conducimos más por nuestros instintos que por la bella idea de que hay un Dios bueno y sabio, pero que a la vez es un Dios del que no queremos saber nada y al que no le damos nada que no podamos darle de manera natural, sin esforzarnos. Porque creo que en ti no hay esfuerzo por ser una misionera o catequista, ya que has hecho de esas actividades tu mejor manera de autorreconocerte (y ahora con una nueva modalidad: la enseñanza a adolescentes en un instituto presidido por religiosos ¡a quienes dices ya extrañar!). Pero ¿quién soy yo para juzgar algo así?

Todavía recuerdo que, luego de exponerte lo anterior, en un arranque de furia y de rabia me dijiste: "no seas hipócrita, como si no supiera que tú también te aprovechabas de la convivencia que se produce en los grupos de apostolado en la iglesia, como si no supiera nada de tu carrera de Juan Tenorio barato que conquistaba a todas las crédulas que se te ponían enfrente y luego huías como el cobarde que eres, porque es miedo lo que tienes, eres un tipo que no ha alcanzado a madurar para comprender que en toda relación humana existe algo que tú no entiendes ni por equivocación: algo que se llama compromiso, responsabilidad, respeto y fidelidad, pues tú no eres fiel ni siquiera a tí mismo, y menos a ese Dios que dices adorar, porque ese dios es un reflejo de tí mismo, y en sus ojos sólo ves el vacío que tú has producido en tu corazón".

Todo lo anterior me lo dijiste con la cara bañada en lágrimas, el gesto descompuesto y la respiración agitada.

Necesitaba decirte esto que siento: no dudo que seas una buena persona, pero creo que no te conoces realmente –quién sí ¿vedad?- ni creo que me conozcas verdaderamente, ni yo me conozco de lo que soy y he podido ser capaz. Espero que esta carta llegue precisamente a ti. Ya he sufrido antes decepciones amorosas o relacionadas con el sexo. Por eso, deseo pedirte que, la próxima vez que nos veamos, sea verdaderamente para ir al cine, o a comer, o incluso a rezar un Rosario o un Ave María, o el bellísimo Magníficat, que ya no recuerdo bien cómo va. Y si es el caso, el polvo que ha quedado pendiente!
Cuídate, sinceramente.
El Satanás o Don Juan Tenorio


Clarisa había ido enrojeciendo conforme leía la carta, que ahora le parecía horrible. Si bien no conocía a alguien apodado El Satanás, había algunas cosas con las que se podía identificar. Incluso pensó que podía ser una broma pesada, pero no conocía a alguien que pudiera hacer ese tipo de bromas precisamente con ella.

Cuando terminó, su primer impulso fue quemarla con la primera veladora al alcance de la mano, pero luego pensó que tal vez no era en realidad para ella, que tal vez iba dirigida a alguien muy parecida a ella. La duda la hizo meter las hojas al sobre y dejarlo exactamente en el sitio donde la encontró. No había motivo para suponer que era para ella.

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