Más sabe el diablo por rockero que por diablo
Ricardo Martínez García
El pacto que tenía el diablo con los Rolling Stones, un trato al estilo Dorian Grey, no lo cumplió totalmente el antagonista de Dios: dejó que estos sexagenarios pero grandiosos músicos británicos conservaran unos cuerpos magros y una infinita y explosiva energía juvenil, casi de adolescentes, sobre todo en el caso de Mick
Jagger. Pero en cambio dejó que se acumularan en sus rostros, unos sobre otros, los surcos de las experiencias de la vida y el transcurso de cuarenta y cinco años.
Al menos eso es parte de lo que se puede ver en la cinta de Martin Scorsese Rolling Stones Shine a Light (08), documental que recrea un concierto que dieron en el Beacon Theather en Nueva York en el 2006, como parte de su gira Bigger Bang.
En el cine todo es premeditación como arte creativo: preparación, planeación y arreglo. Pero con un grupo como los Stones, Scorsese tuvo que esperar casi hasta el inicio del concierto para saber la lista de las canciones que ofrecería el grupo, que aplazaba su entrega al máximo pues dicha elección está más ligada a la improvisación de las emociones y deseos presentes de Mick que a un plan previamente definido. La proyección posible era tarea del director.
Los Stones resultan francamente geniales en escena: son tan buenos en lo que hacen que todo les sale natural, son una luz que brilla intensamente. El espectador es testigo de una música aparentemente sencilla pero sublime, alegre, poderosa, contagiosa. Mick Jagger canta y baila con una vitalidad verdaderamente excesiva. Sólo él es capaz de adueñarse completamente del escenario con tanto estilo y personalidad.
Creadores de una ya vasta iconografía del pop mundial, desde la famosa lengua roja hasta pasar por todos los afiches imaginables, mas cierta actitud contestataria ante el mundo y la generación de un gigantesco catálogo musical, la banda formada en Londres en 1963 se ha vuelto con el tiempo una especie de Rey Midas musical: una plumilla para guitarra usada por Richards, los instrumentos que tocan, los conciertos, los discos, las películas, etcétera, se vuelven objeto de culto inmediato, multiplicando su valor inmensamente.
Tal es el caso de Shine a Light que, como película que se vuelve objeto mercantil, lo que hace es “democratizar” un show de la banda al permitir acceder, por el precio de una entrada al cine, a un concierto de los Rolling, ciertamente grabado pero que resulta un buen producto sustituto de la experiencia misma de haber estado ahí –físicamente- en el concierto.
Scorsese se encarga de mostrarnos los mejores ángulos, acercamientos, vistas panorámicas y todo lo que se puede hacer con los grandes recursos cinematográficos en manos de este director tan competente y versado que permite una experiencia más rica que la de un espectador en la sala de conciertos que permanece en su lugar.
Los Rolling Stones pueden considerarse ante todo sobrevivientes de sí mismos, o al menos eso puede interpretarse de los breves fragmentos de viejas entrevistas incluidas en el documental.
En sus primeros años ni ellos pensaban que pasarían más allá de los dos o tres años como banda, pero el éxito los catapultó hasta donde están actualmente. Algunas escenas
muestran a unos músicos a ratos perdidos en el viaje, como en el caso de Charlie Watts, quien con su actual apariencia de respetable gerente de banco no se parece en nada al joven baterista que aparece con la mirada constantemente perdida y sin hilar demasiado bien una frase coherente en esas antiguas entrevistas. Otras escenas nos presentan de algunos miembros una mal disfrazada soberbia y autocomplacencia (por ejemplo cuando Jagger llega en helicóptero a una reunión con importantes personajes) que seguramente les hizo pasar malos ratos con la prensa, la policía y con gente del espectáculo. Pero ya por entonces eran los Rolling Stones, quienes alguna vez se autoproclamaron la banda de rock and roll más grande del mundo.
El grupo ha estado así formado por unos tipos con muchísima suerte: ni las drogas, las mujeres, las ambiciones o las muertes de ex compañeros (como Brian Jones) pudieron socavar su unión, cosa que por ejemplo no ocurrió con los Beatles, la única banda que realmente les hace sombra. El viejo y astuto pirata Richards señala con humildad que es posible que haya mejores guitarristas que él y Ron Wood, pero que juntos son mejores que diez de ellos. En realidad se queda corto: ellos son una aplastante máquina que produce música gloriosa a través de sus guitarras.
La cinta de Scorsese, quien ha filmado también en el terreno musical las excelentes cintas The Last Waltz que gira en torno a un show del extinto grupo The Band en 1976, y No Direction Home: Bob Dylan del 2005, nos atrapa inexorablemente ante el magno espectáculo mostrado, que por cierto tuvo como presentador en esa ocasión al ex presidente norteamericano Bill Clinton.
Los miembros de los Stones han dicho que Scorsese es el mejor cineasta que existe y que por eso decidieron que fuera él quien hiciera esta cinta. El director de filmes como Taxi Driver, Bandas de Nueva York, La Última Tentación de Cristo o Los Infiltrados, para no ser menos a su vez dijo que ellos son la mejor banda de rock que existe. En su momento también se arrojaron flores mutuamente otros directores y grupos, como Jonathan Demme y los Talking Heads, director y protagonistas de Stop Making Sense (84), y seguramente muchos melómanos han considerado a The Wall, la película con música de Pink Floyd y dirigida por Alan Parker en 1982, como la mejor en su género, por citar dos ejemplos.
Pero la verdad es que esta obra de Scorsese muestra a los Rolling Stones como dueños de la sustancia primigenia y esencial del rock, haciendo música que se empareja con gente como Jack White, interpretando melodías que abrevan del clásico blues en compañía de alguien tan dotado como Buddy Guy y gozando la música que luce mucho con la bella y talentosa Christina Aguilera y su extraordinario rango de voz. Para los melómanos es imprescindible verla, sean fans o no de los Stones.
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