Ricardo Martínez García
La celebración de las fiestas patrias no podía comenzar sin los invitados especiales, por lo que ya nos esperaban todos, reunidos hacía más de una hora, en el salón anexo a la iglesia, donde se llevaban a cabo eventos de todo tipo. Llegamos a la cita tarde como siempre. Cuando entramos, la expectación se desbordó en un grito de júbilo, mientras serpentinas y confeti caía sobre nuestras cabezas. No era para menos, considerando que una chica había estado en peligro de morir unas horas antes.
En esa ocasión, la aventura comenzó con la organización de un día de campo como cualquier otro, o eso parecía.
Yo formaba parte de un grupo juvenil de evangelización por aquel entonces; nos habían invitado a dar un retiro espiritual en un poblado llamado Téjaro, cercano a la ciudad de Morelia y próximo a su aeropuerto, en el que era difícil conseguir que los jóvenes fueran a misa, para no hablar de que se integraran a un trabajo de pastoral serio. La labor realizada fue ardua e incompleta en varios sentidos, pero los frutos cosechados fueron más que satisfactorios, sobre todo para nuestros fines personales y un tanto egoístas.
Como en otras ocasiones, me tocó ofrecer una charla sobre la amistad y el noviazgo, temas en los que no soy ni era especialmente apto. El tema, según entiendo, me fue asignado debido a mi antecedente de seminarista, justificación tan buena como cualquiera otra. Para elaborar la charla que, suponía yo, debía ser reflexiva e ilustrativa sobre lo que creemos que es el amor y la amistad, me inspiré en algunas ideas de Ortega y Gasset, de Schopenhauer y Platón, más que en los evangelios.
No sé qué tan efectivas o aleccionadoras pudieron ser mis peroratas, pero me pareció que varias chicas me miraban de manera agradablemente diferente luego de escucharme, algo digno de tener en cuenta en un pueblo donde la mayoría de las muchachas son verdaderamente guapas y muchos chicos pasan la mayor parte del año trabajando en diferentes lugares Estados Unidos. “¿Dónde queda Oxnar?”, pregunté más de una vez.
Como miembro del equipo de coordinadores, sabía que el retiro había tenido graves fallas, pues la exposición de algunas charlas no tuvo una preparación adecuada; no se notó nada, o al menos los participantes no lo dieron a entender. Realmente el entusiasmo puede suplir algunas carencias.
El retiro, luego de tres días, llegó a su fin con una misa en la iglesia del pueblo, adornada especialmente para la ocasión. Todo mundo estaba feliz, especialmente los padres de familia, quienes siempre ven con buenos ojos a aquellos que hacen algo por sus hijos, y a veces por ellos también.
A los lados del pasillo central del templo había gardenias blancas, adornos de papel de china recortado y globos colgados de listones blancos y velas encendidas por toda la nave, que iluminaron y caldearon mucho el ambiente, casi de horno para bollos. Lo mejor de la misa fue la parte musical, a cargo de un conjunto de mariachis que interpretó cada una de las canciones litúrgicas. La piel se me enchinaba al oír las guitarras, trompetas y violines con que se cantaron el Aleluya, la Barca del Pescador, y el Padre Nuestro. El placer auditivo que experimenté se me hizo patente como un cosquilleo en la parte trasera de la cabeza. ¡Qué delicia de música!
Una vez fuera de la iglesia, como en un sueño del que no se está totalmente consciente, me vi caminando alrededor del pequeño zócalo próximo al templo, platicando con dos chicas tomadas de mis brazos. Tardé un poco en darme cuenta de que mis compañeros se encontraban en idénticas circunstancias. Todo era risas y alegría, con conversaciones como “¿A qué te dedicas?”, “Soy profesor”, “Ahh! ¿Y tienes novia?”, “No, no tengo”, “¿Y por qué?”, “Pues no sé, no he tenido suerte”, “¡Qué mala suerte!”, y así.
La velada terminó casi a media noche y el regreso a México en autobús estuvo plagado de un incesante intercambio de impresiones que nos hizo darnos cuenta de que todos –éramos doce- habíamos sido invitados a pasar las fiestas patrias en esa población.
Luego de casi un mes de espera, se cumplió el día del anhelado regreso. Durante ese tiempo yo había recibido un par de cartas de chicas que se habían interesado en mi amistad, o al menos eso me pareció, así que estaba más que ansioso de ver a esas dos nuevas amigas.
Nuestra llegada fue una noche de viernes; fuimos alojados por nuestros amigos en diferentes casas, así que luego de cenar quesadillas nos fuimos con quienes habíamos sido asignados.
Al día siguiente, como Miguel Ángel y yo habíamos aceptado ir a jugar basquet con Lupita y Nora, dos chicas muy simpáticas que mostraron cierto interés por nosotros, nos despertamos muy temprano, y luego de un divertido pero reñido juego (las marcas de uñas en mis brazos así lo mostraban), Miguel se fue a desayunar con Nora y yo con Lupita a sus respectivas casas. El desayuno que me ofreció fue espléndido, sobre todo la leche de vaca recién ordeñada. Lupita se desvivió en atenciones y yo me sentí inmerecedor de tanta amabilidad. Una vez desayunados fuimos a buscar a Nora y Miguel y nos reunimos con nuestros demás compañeros en la explanada de la iglesia.
Había allí unos treinta o cuarenta muchachos. Compraron carne, cebollas, refrescos y cervezas y habían conseguido un asador enorme. Algunas chicas cargaban cazuelas con arroz rojo, frijoles refritos y chicharrón en salsa verde. Otras llevaban tortillas, queso y chorizo.
Benjamín, hermano de Nora, llegó manejando un tractor azul que arrastraba un enorme carro para cargar alfalfa, y al grito de “¡Todos arriba!” abordamos el inesperado transporte. Durante un buen rato nos alejamos del pueblo y luego empezamos a subir una pendiente. Sólo la pericia y habilidad de Benjamín evitó que nos volcáramos, pues el camino estaba en terribles condiciones debido a las lluvias. Un anciano que iba bajando al pueblo nos advirtió que tuviéramos cuidado en la laguna, pues había mucha maleza cubierta con el agua y era fácil atorarse ahí.
Al subir completamente la pendiente, pudimos apreciar que la vista era magnífica: Téjaro aparecía como un pintoresco pueblo situado entre unos cerros como con terciopelo verde a la izquierda y un amplio valle a la derecha. En el valle el verdor de los vastos cultivos, especialmente de alfalfa y maíz, era impresionante. El cielo era de un intenso azul y sólo unas cuantas y blanquísimas nubes aparecían por encima de los cerros. Ahora que lo recuerdo, el colorido del lugar me hace pensar en un cuadro digno de algún genio del lienzo como Henri Matisse o de un especialista en escenas rurales como Jean-François Millet. El calor comenzaba a ser insoportable. Era difícil pensar siquiera en la posibilidad de una lluvia.
Más que de una laguna, se trataba de una represa que aprovechaba la forma natural del terreno. En las orillas había pasto crecido y la maleza era más abundante conforme aumentaba la profundidad. El color del agua me impidió pensar en la posibilidad de un chapuzón: era de un café lodoso. Otros no pensaban como yo y despreocupadamente, con todo y ropa, se metieron a chapotear.
Luego de un rato de juegos acuáticos y de charla por mi parte –platiqué arduamente con una chica llamada Ana que se declaró gran admiradora de Gloria Trevi y quien era la remitente de una de las dos cartas que había recibido- llegó la hora de la comida. El carbón ofreció cierta resistencia pero al fin el asador encendió. Pronto el olor a carne y cebollas asadas, a chorizo y queso fundido inundó el aire y empezó el banquete.
Fui a sentarme a la orilla de la laguna, con una cerveza en la mano. Estaba pensando en Lupita y en Ana y el dilema que me planteaban. Las dos eran, a su modo, adorables. Debería de haber pensado en el juego de basquet y el desayuno con Lupita y en la carta y la charla con Ana, pero mi mente estaba en tal estado de placentera confusión, debido a las varias cervezas bebidas, que cuando de pronto escuché gritos y luego un alboroto fue como despertar de un sueño.
Vi a varios muchachos lanzarse al agua a unos treinta metros de donde yo estaba. “¿Qué pasó?”, grité alarmado. La confusión duró unos segundos más y después oí que alguien decía “Tráiganla para acá”.
Entre mis compañeros había uno que estudiaba medicina, así que fue él quien aplicó los primeros auxilios a la chica. Empezó a toser y a escupir agua y todos respiramos aliviados. “¡Aquí no pasó nada!” exclamó Erik, quien desde ese momento se convirtió en el “doc” y la chica en "la ahogada".
1 comment:
Siempre hay una mujer, o dos o tres. ¿Alguna vez has estado solo, sin placenteras confusiones......?
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