Las bajas pasiones de la alta sociedad
Ricardo Martínez García
La máscara de la más alta nobleza de la sociedad inglesa del siglo XVIII, levantada por gracia y obra de la literatura histórica, deja ver a los verdaderos seres humanos debajo de ella. Así lo hicieron algunos autores universales desde Shakespeare hasta Virginia Woolfe y en Francia Alejandro Dumas en su clásica trilogía Los Tres Mosqueteros, Veinte Años Después y El Vizconde de Bragelonne 1 y 2, entre otros.
La casi veneración divina que el pueblo británico le prodiga a sus nobles –actitud que se encuentra también en otras monarquías del mundo- resulta grotesca luego de observar la vida íntima, aceptada y asumida por sus propios miembros, y los pequeños detalles con los que se las gastan y gastaban los nobles señores, amos poderosos dueños de la vida y la muerte de sus súbditos, en gran contraste con los limitados actos permitidos a sus esposas o amantes.
La Duquesa es una cinta de época ambientada en la campiña británica a fines del siglo XVIII, fastuosa y minuciosa en su estética visual pero humana, demasiado humana en el aspecto moral y costumbrista propio de los aristócratas, caso específico del Duque de Devonshire, al que se consideraba el más poderoso de la Inglaterra de su tiempo y uno de los más claros ejemplares de hombre cuasi omnipotente producto del llamado absolutismo monárquico.
Basada en la novela histórica de Amanda Foreman Georgiana Duquesa de Devonshire, la cinta narra la vida matrimonial de Georgiana Spencer (una sorprendente Keira Knightley, ya lejos de su papel de pirata), mujer afamada por su belleza quien a instancias de su madre logra un matrimonio “ventajoso” con el frío e indiferente William Cavendish, quinto duque de Devonshire (un rígido y casi inexpresivo Ralph Fiennes), hombre inmensamente rico y poderoso.
La cinta apenas si trata de pasadita el hecho de que la duquesa tuvo cierta importante participación en algunos eventos políticos (como la formación del Partido Liberal), una destacada actividad como creadora y diseñadora de lo que llamaríamos ahora «imagen personal» y de relaciones públicas al servicio de algunos políticos, además de que era una auténtica socialité.
Dirigida por el cineasta británico Saul Dibb, La Duquesa se centra en el sufrimiento y el trato desigual e injusto que le prodiga su acaudalado esposo, a quien lo único que le interesa de ella es que le dé un heredero varón. Pero no le interesa compartir, ni conversar ni nada con su “esposa”. Y menos aún que ésta emita juicios sobre sus acciones.
En un acto de rebeldía, G, como le llaman sus amigos a la duquesa, decide aplicarle un poco de la misma sopa a su esposo al intentar conseguirse su propio amante, pero el duque le hace ver la fragilidad de su posición a pesar de ser su esposa. Ella apechuga amargamente ante la presión del duque y de su propia madre ante la perspectiva de perder de golpe los objetos de su amor maternal.
La película es muy buena en su efectismo, al grado de que nos hace sentir verdadera pena por la pobre niña rica, casi recluida en su gigantesco palacio pero mimada hasta el hartazgo y casi obligada a vivir con un marido muy paleto, pero además nos recuerda que aún las más ricas lloran y mucho por lo que más quieren, que son sus hijos, al grado de renunciar a su corazón de mujer en aras de su natural y casi divino amor de madre.
Los problemas que plantea la cinta son de carácter moral y doméstico pero con la salvedad de que son problemas aristocráticos. Nada fuera de lo común para la manera de pensar de la época, tan permisiva con los amoríos de los caballeros, a quienes les aterra ser el hazmerreír de la población o aparecer como los cornudos.
La película no alcanza a producir esa sensación de perversión que se hace patente en una película como La Educación Prohibida, o el desborde criminal de las pasiones como en Los Motivos de Luz, pues su efecto es más bien despertar indignación ante la inequitativa situación matrimonial avalada por los retorcidos valores morales socializados e hipócritas.
La trama parece un alegato contra el machismo, por muy noble y aristocrático que éste sea. Pero así se concebían y aceptaban esas situaciones entonces; ocurre que Georgiana era una mujer adelantada para su tiempo y sus hijos fueron el instrumento que se utilizó para regresarla a su época real. En realidad hay cosas que no cambian nunca: las bajas pasiones humanas aún en las altas esferas sociales.
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