Ricardo Martínez García
Al ir a ver El caballero de la noche en Cinemex Aragón nos piden participar a mis hermanos y sobrinos en una encuesta para calificar tal película. La sala, abarrotada de niños y los respectivos adultos, queda convertida al final de la función en un verdadero muladar, con pisos pegajosos, asientos manchados y restos de palomitas en los lugares más recónditos de las butacas.
Presencio Hellboy 2 con mi amiga Laura en Cinépolis Plaza Satélite. Como ella no vio la primera cinta, me mira con azoro cada vez que yo suelto grandes carcajadas. Del Toro es un genio al nivel de George Lucas o Steven Spielberg. Prueba de ello es la inmensa creación de un mundo de fantásticas criaturas a partir de su fecunda imaginación y que plasma en su famoso Cuaderno de Notas.
Al ver Kung Fu Panda, en Cinemex Palacio Chino, me doy cuenta de que el que ríe más que cualquier niño de los que me rodean, soy yo, y eso que el jolgorio que se cargan estos infantes molestaría a cualquiera, lo mismo que la insistencia de sus madres en hacer llamadas celulares a mitad de película, con esas luces azulonas que tanto molestan a los de las filas de atrás.
Pero para risa, la que se traía un trío de maduras pero cotorrísimas y distinguidas señoras en Cinemex Casa de Arte, a las que no les dura la paciencia para echarse de una sentada las casi tres horas que dura En el Gran Silencio. Acudo a tal sitio esperando escapar de las multitudes que abarrotan las salas más comerciales y esperando ver una buena cinta en compañía de espectadores “conocedores” del arte cinematográfico, o por lo menos que guarden más silencio del que es posible esperar de infantes que ven Wall-e o Viaje al Centro de la Tierra, que como entretenimiento son muy buenas pero como ciencia ficción son un verdadero fiasco. Son ejemplos perfectos de cómo no funcionan las leyes de la naturaleza.
Pero volviendo a mi visita a Polanco: gracias a la “silenciosa” cháchara de las señoras, que me recuerda al instante una conversación tipo Ratatouille -ya que estaban cuchicheando sentadas exactamente detrás de mí- me entero de que una de ellas irá a un congreso de instituciones tipo Teletón, de que esa semana ya vieron Batman y el Super Agente 86 y de que a esta película sobre unos monjes le faltó bastante edición.
La impaciencia o el despiste afloran entre los espectadores de esta larga cinta dirigida por Phillip Gröening: una pareja de ancianos, él con su gorrito llamado kipá y ella la viva imagen de la típica madre y abuela judía, abandona la sala poco después de comenzar; otros siguen su ejemplo luego de casi dos horas de proyección.
Es plena temporada de cine de verano y ya deseo que termine. No es que no me gusten los estrenos propios de esta parte del año, pero a veces ir a las salas de cine se vuelve una especie de viaje al inframundo tipo La Divina Comedia, o un ilustrativo recorrido por uno de los más asiduos parques del animal humano -las salas cinematográficas- que es como un catálogo de sus peores costumbres.
Al ir a ver El caballero de la noche en Cinemex Aragón nos piden participar a mis hermanos y sobrinos en una encuesta para calificar tal película. La sala, abarrotada de niños y los respectivos adultos, queda convertida al final de la función en un verdadero muladar, con pisos pegajosos, asientos manchados y restos de palomitas en los lugares más recónditos de las butacas.
No es difícil imaginar el modo en que convertimos la sala en chiquero, cuando yo mismo me vi envuelto en una inconsciente y salvaje competencia con mi sobrino Rodrigo por ver quién comía más palomitas y bebía más refresco en el menor tiempo posible. “Está muy larga, no le entendí y me aburrí”, comentó mi vencedor palomero al final de la función. Hubiera querido decirle que a mí sí me gustó, sobre todo por las implicaciones morales de las propuestas guasonas que recuerdan muy de cerca al caso del bíblico Job y las terribles pruebas a las que es sometido a instancias del “adversario” de Dios. Pero la edad de mi sobrino, su aburrimiento y la susodicha encuesta llevaron mis reflexiones por otros derroteros.
Presencio Hellboy 2 con mi amiga Laura en Cinépolis Plaza Satélite. Como ella no vio la primera cinta, me mira con azoro cada vez que yo suelto grandes carcajadas. Del Toro es un genio al nivel de George Lucas o Steven Spielberg. Prueba de ello es la inmensa creación de un mundo de fantásticas criaturas a partir de su fecunda imaginación y que plasma en su famoso Cuaderno de Notas.
No es casual que Del Toro continúe con el trabajo que inició Peter Jackson a partir de las novelas de J. R. R. Tolkien, ahora con El Hobbit.
Pienso en todo lo anterior mientras alguien patea el respaldo de mi asiento. ¡Dios! ¿Cuál ha sido mi pecado que me exige esta penitencia? ¡Rara vez nadie patea mi asiento en cualquier sala de cine de la ciudad! Recuerdo una ocasión en que fui a ver una peli con un compañero cecehachero y un six de cervezas. Al abrir la primera lata salió un chorro de espuma a manera de spray, mojando el largo cabello de una mujer sentada frente a nosotros. El olor a cerveza y la verguenza, además de una incontenible risa, no nos permitieron permanecer un minuto más en la sala de cine. ¿Habrá sido eso?
Al ver Kung Fu Panda, en Cinemex Palacio Chino, me doy cuenta de que el que ríe más que cualquier niño de los que me rodean, soy yo, y eso que el jolgorio que se cargan estos infantes molestaría a cualquiera, lo mismo que la insistencia de sus madres en hacer llamadas celulares a mitad de película, con esas luces azulonas que tanto molestan a los de las filas de atrás.
Pero para risa, la que se traía un trío de maduras pero cotorrísimas y distinguidas señoras en Cinemex Casa de Arte, a las que no les dura la paciencia para echarse de una sentada las casi tres horas que dura En el Gran Silencio. Acudo a tal sitio esperando escapar de las multitudes que abarrotan las salas más comerciales y esperando ver una buena cinta en compañía de espectadores “conocedores” del arte cinematográfico, o por lo menos que guarden más silencio del que es posible esperar de infantes que ven Wall-e o Viaje al Centro de la Tierra, que como entretenimiento son muy buenas pero como ciencia ficción son un verdadero fiasco. Son ejemplos perfectos de cómo no funcionan las leyes de la naturaleza.
Pero volviendo a mi visita a Polanco: gracias a la “silenciosa” cháchara de las señoras, que me recuerda al instante una conversación tipo Ratatouille -ya que estaban cuchicheando sentadas exactamente detrás de mí- me entero de que una de ellas irá a un congreso de instituciones tipo Teletón, de que esa semana ya vieron Batman y el Super Agente 86 y de que a esta película sobre unos monjes le faltó bastante edición.
La impaciencia o el despiste afloran entre los espectadores de esta larga cinta dirigida por Phillip Gröening: una pareja de ancianos, él con su gorrito llamado kipá y ella la viva imagen de la típica madre y abuela judía, abandona la sala poco después de comenzar; otros siguen su ejemplo luego de casi dos horas de proyección.
La cinta es un documental sobre la vida monástica y contemplativa de una comunidad de religiosos de la Orden de los Cartujos, donde los monjes -que profesan votos de pobreza, obediencia y castidad- buscan a Dios en la soledad de sus oraciones, sin salir casi de sus celdas. Es una vida muy diferente a la mundana en donde prevalece la competencia, el consumismo, el afán de riquezas y el cultivo de las pasiones, todo en medio de las prisas y las impaciencias, tal como muestran algunos espectadores. Casi al final de la cinta uno de los monjes señala: “Es una lástima que el mundo haya perdido el signficado de Dios”. En ese momento se oye el suave ronquido de un señor.
En la búsqueda de una sala con gente tranquila, acudo al Lumiére Reforma a ver El Asesinato de un Presidente. Llego tarde, lo cual odio porque esas salas son pequeñas e incómodas. Son pocos los asistentes pero están perfectamente distribuidos, de tal manera que me tengo que sentar en una butaca frente a un señor con aspecto de intelectual.
Al poco rato me doy cuenta de que el “intelectual” no cabe en su asiento y cada vez que se acomoda, con irritante frecuencia, patea mi respaldo. Me levanto y busco el asiento más alejado del patilargo. El tema de la cinta me hace pensar en una analogía: para mí ir al cine es como vivir en un constante complot por parte de los asistentes en contra mía. Se trata de que realmente -a diferencia de Bush y las protestas en su contra- no vea con tranquilidad y sin novedad ninguna película.
La temporada veraniega concluirá en un par de semanas más, los estudiantes de primarias, secundarias y bachilleratos regresarán a la escuela, sus padres volverán al trabajo normal y yo estaré feliz nuevamente al ser uno de los pocos asistentes a las funciones matinales -si no es que el único, como a veces me ha tocado- en alguna sala del Cinemex San Mateo, o del Cinemark Reforma 222, por ejemplo, que darán próximamente los Expedientes Secretos X 3 y La Momia 3. Enhorabuena.