El símbolo de un imperio
Ricardo Martínez García
El director británico Tom Hooper narra en El discurso del Rey (11) la historia del rey George VI de Inglaterra, de cómo llega al trono luego de que su hermano mayor se ve presionado para abdicar, pero sobre todo de cómo lucha contra su tartamudez.
Bertie (Colin Firth, como siempre en plan grande) es un hombre inseguro que no soporta hablar en público, a tal grado que su esposa, la princesa Elizabeth y madre de la actual reina, (Helena Bonham Carter) busca con insistencia un remedio a su problema de lenguaje, y peregrina entre doctores hasta que da con el desconchado consultorio del terapista Lionel Logue (un estupendo Geoffrey Rush) y comienza el arduo trabajo por hacer su discurso medianamente fluido.
Es la interesante historia de una inesperada amistad, de un periodo histórico de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XX, de grandes y terribles retos, de una nación y su representante, el rey, quien ha de dar la cara aunque no sea él precisamente quien tome las grandes decisiones, quien es cabeza de una monarquía pero cuyo papel es más modestamente representativo.
La lucha que realmente lleva a cabo Bertie es contra sí mismo, contra sus traumas y frustraciones alimentados desde la infancia, contra su inseguridad acrecentada por su propia familia. La ayuda que Lionel le ofrece es la de mostrarle cómo ser espontáneo, de soltarse un poco de esa rigidez que no lo deja ser él mismo. Lionel es un personaje aparte: es un amante de Shakespeare, medio psicólogo y terapeuta a la vez, cuyos métodos heterodoxos causan escozor en algunos personajes cercanos al entonces príncipe e inminente rey.
Se trata de una cinta de época bellamente realizada, divertida, con escenarios fastuosos (que contrastan con el consultorio de Lionel), excelentes actuaciones, buen ritmo y que enfatiza dos cosas: el valor extraordinario de la imagen del rey inglés y el valor más palpable de una gran amistad.