Entretenimiento puro y aburrido |
La utilidad de los debates
Ricardo Martínez García
Durante los tiempos electorales que
corren (y en algunos periodos pasados) se producen, como se sabe, los llamados
debates entre candidatos, con el fin de que los aspirantes den a
conocer las líneas generales de acción que habrán de tomar en su
gobierno o administración, de alcanzar el poder.
La experiencia de sexenios anteriores,
en los cuales hubo promesas de campaña y también debates de
candidatos, nos dice que estos aspirantes son capaces de prometer las
perlas de la virgen con tal de ganar el favor del electorado (que es
lo único que buscan de ellos), y lo hacen con la mano en la cintura,
como si no se supiera de las acciones realizadas en el pasado
inmediato por cada uno de ellos.
La pregunta que se puede plantear en
esta coyuntura es ¿de qué sirven los debates? Porque sin duda
tienen su utilidad, entre otras cosas para mostrarnos las capacidades
retóricas de cada candidato, de su estilo, de su coherencia y
articulación. Verlos intentar exponer intenciones políticas pero sin
explicar la manera de operarlas o implementarlas (que es lo que
verdaderamente podría convencer o no a los electores a darles su
apoyo) es lo común, además de señalar las fallas más obvias en
los adversarios.
Sin duda todos los candidatos basan su
discurso en la idea de la consecución del bien común. Las ideas van
desde cambiar la percepción del gobierno de modo radical, es decir
pasar de un gobierno más o menos corrupto a un gobierno honesto, o
mantener la asistencia social vía programas ya implementados y sin propuestas novedosas: nada
de lo que tengan que preocuparse los grandes empresarios, ni los
banqueros o los inversionistas, o los líderes sindicales. Nada que realmente sugiera siquiera un cambio de rumbo hacia una sociedad en la que la
colectividad presuponga un nivel superior al de la mera
individualidad. Es decir, nada que de verdad proponga realizar un
cambio significativo en las nociones de justicia social o solidaridad
colectiva o de distribución más equitativa en los ingresos.
Visto del modo anterior, parece más un
contrasentido hacia las campañas proselitistas la realización de
los debates. Más que mostrar proyectos políticos atractivos, lo que
muestran son las carencias y limitaciones que padecen estos políticos.
El verdadero sentido de los debates es
proponer las mejores ideas, exponer las razones por las cuales se
deben tomar o no determinadas decisiones importantes para la vida
pública. Pero estas decisiones a tomar solo son importantes para tal
vida pública si se hacen dentro del seno de la esfera en la que
tales decisiones toman carácter de políticas públicas
legislativas, gubernamentales o judiciales. Es decir de decisiones
que se traducirán realmente en acciones públicas.
En los debates realizados por los
candidatos, éstos pueden decir cualquier cantidad de cosas que
realizarán, pero en la medida en que se proponen en ese momento del debate tales acciones en
la tribuna equivocada (el foro televisivo de alguna empresa de medios
de comunicación), esas acciones no tienen aún el carácter de políticas
públicas operables. Es como cuando un grupo de intelectuales analilzan
las mejores opciones para generar empleo, o combatir al crimen
organizado, pero todo lo que propongan no trasciende hacia las políticas
públicas porque ellos no tienen manera de hacer que los resultados
de sus análisis se conviertan realmente en políticas públicas aplicables.
En este sentido hay que hacer la
diferencia de las esferas privadas y públicas. Permítaseme citar un texto de Cornelius Castoriadis:
Hagamos la
distinción entre oîkos,
los asuntos estrictamente privados; el agorá,
la esfera privada/pública, el lugar donde los ciudadanos se
encuentran fuera del dominio político; y la ekklesía,
la esfera pública/pública, es decir, en un régimen democrático,
el lugar donde se delibera y se deciden los asuntos comunes. En el
agorá,
discuto con otros, compro libros u otra cosa, estoy en un espacio
público pero que es, al mismo tiempo, privado, ya que ninguna
decisión política (legislativa, gubernamental o judicial) puede
tomarse allí; la colectividad, a través de su legislación, nos
asegura solamente la libertad de este espacio. En la ekklesía
en el sentido amplio, que comprende tanto la asamblea del pueblo como
así también el gobierno y los tribunales, estoy en un espacio
público/público: delibero con los otros para decidir, y estas
decisiones son sancionadas por el poder público de la colectividad.
La democracia también puede definirse como el devenir verdaderamente
público de la esfera pública/pública -lo que en otros regímenes es un hecho más o menos privado-.1
Entonces
de acuerdo con lo que señala Castoriadis, un programa de análisis
en la televisión, las discusiones de los grupos académicos
especializados en la política, las opiniones de las diferentes voces
críticas que se expresan por escrito en los periódicos, o alguien
que opina en un blog (como yo aquí) y que eventualmente puede ser leído
por cualquier persona que acceda a él, constituyen de este modo el
agorá,
la plaza pública/privada, donde se examina y se discute, pero donde
no se toman decisiones políticas en el sentido en el que se toman en
la ekklesía.
El
debate presidencial se inserta en esta esfera de esta agorá,
puesto
que no se realizó en una asamblea
del pueblo; en esta agorá sí se discutió pero no se deliberó ni se decidió nada
ahí, no es como cuando se delibera y se decide en la Cámara de diputados
o de senadores (pues lo que está en juego ahí es solo un aspecto de
la llamada “democracia representativa”).
El voto del elector, esa
es la decisión a tomar en esta agorá, pero no es una decisión sobre algo que
pueda sancionarse desde el poder público sino solo es una decisión
sobre las diferentes opciones de candidatos, con el fin de justificar y legalizar el proceso electoral.
Ahora,
para ser radicalmente honestos, eso que llamamos democracia es en
realidad un parapeto de legalidad que oculta un sistema oligárquico
que es el que tiene plena posesión e influencia sobre la esfera
pública/pública, que al hacerla parte de su propiedad la convierte
en una esfera privada. Y no lo digo yo en un momento de influencia andrésmanuelista.
Dice
Castoriadis: “una de las múltiples razones por las cuales parece
una burla hablar de democracia
en las sociedades occidentales actuales es que la esfera pública
constituye de hecho una esfera privada -y esto es válido en Francia
como en Estados Unidos o Inglaterra (y México, añadiría yo)-. En
primer lugar, es privada en el sentido de que las decisiones
verdaderas se toman en un espacio aislado, en los pasillos o lugares
de encuentro de los gobernantes. Sabemos, de hecho, que no se toman
en los lugares oficiales donde se supone que deberían tomarse;
cuando llegan frente al Consejo de ministros o la Cámara de
diputados, ya están echadas las cartas”.
Aunque
Castoriadis se refiere al contexto francés y afirma que lo que dice
es válido en los Estados Unidos o Inlgaterra, es claro ver hasta qué
punto lo que dice se aplica al contexto mexicano. La conclusión de
esta situación la señala muy bien, cuando sostiene que:
Previo
a toda discusión sobre la cuestión democracia
directa
o “democracia”
representativa,
constatamos que la democracia
actual es cualquier cosa salvo una democracia, ya que la esfera
pública/pública es, de hecho, una esfera privada, y constituye la
propiedad de la oligarquía política y no del cuerpo político.2
1Castoriadis,
Cornelius, Figuras de lo pensable, Fondo de Cultura
Económica, México, 2002, página 152.
2Op
cit, página 153.
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