Ricardo
Martínez García
Hay
algunos aspectos culturales a lo largo de la historia de la humanidad
que resultan autodestructivos para aquellos que comparten un
específico sistema de creencias basadas en una religión.
Expresiones de lo mágico, de lo satánico, mueven las acciones de
algunas personas hacia fines siniestros, en una clara violación de
las leyes tanto de la naturaleza como de las humanas.
A
partir del siglo XVII las grandes migraciones de europeos
anglosajones y protestantes a las Colonias Británicas comenzaron a
poblar las extensas llanuras del norte y medio oeste norteamericano.
Muchos de ellos arrastraban consigo una cultura de arduo trabajo
agrícola, forjada en la pobreza y en la precariedad, pero además
eran fieles del cristianismo protestante en sus múltiples variantes,
creyentes del poder divino de Dios y de su manifiesta voluntad, así
como de la real existencia de su adversario, quien constantemente los
tentaba a pecar y alejarse de Dios. Eran dueños de una
espiritualidad desbocada, basada en una inculta interpretación de
los textos bíblicos, lo que daba pie a extrañas desviaciones
supersticiosas.
En
un sistema de creencias donde una acusación infantil podía tener
como consecuencia ser juzgado o juzgada como practicante de la
brujería y ser quemado, o ahorcado, nadie estaba seguro. Miles de
personas inocentes en Europa central sobre todo, y algunas en
América, víctimas de la maledicencia, la envidia, la ignorancia y
la paranoia, murieron al ser acusadas de practicar la brujería y de
ser adoradoras del diablo.
Son famosas en la historia las cacerías
de brujas llevadas en Alemania, así como las múltiples ejecuciones
llevadas a cabo, en el lado del cristianismo católico por oficiales
de la Santa Inquisición, tanto en Europa como en Norteamérica. La
cacería de brujas fue algo en lo que compitieron tanto protestantes
como católicos.
En
este contexto se plantea la cinta La
Bruja, dirigida por
Robert Eggers, una narración descarnada, casi un documental sobre
una familia emigrada que decide vivir en el aislamiento de un valle
rodeado de bosques de la Nueva Inglaterra a inicios del siglo XVII.
La familia trabaja en su granja, pero la normalidad se trastoca
cuando desaparece el hijo más pequeño, el bebé que estaba cuidando
la hija mayor Thomasin (Anya Taylor Joy) a orillas del bosque. La
desaparición es tan súbita que ella no sabe a qué atribuirlo: un
lobo o ¿una bruja? Se desata entonces una paranoia familiar de
consecuencias nefastas.
Casi
sin efectos especiales, entrevemos a una mujer que vive en lo
profundo del bosque untarse el cuerpo con la sangre del bebé
raptado, algo de lo que comúnmente se acusaba a las brujas, con el
supuesto fin de poder volar; al final vemos a Thomasin participando
de lo que parece un aquelarre o sabbat en medio del bosque, a donde
llega siguiendo a Black Phillip, la cabra, con quien ha tenido una
conversación perturbadora. El suspenso que se genera no es tanto la
de una película de terror convencional, sino una en la que lo
espantoso es la autodestrucción familiar, producto de la
superstición. ¿No es eso lo que desea el diablo?
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