Ricardo Martínez García
Habían pasado doce días desde que se decretara la contingencia sanitaria en nuestra ciudad. La sensación inseguridad que me invadía cada vez que salía de casa, a pesar de que despreciaba la medida del tapabocas y el saludo de mano, se acrecentó a niveles insospechados, convirtiéndome en un verdadero ermitaño, amargado y temeroso de cualquier contacto humano o animal.
La intolerancia hacia los demás y la repugnancia a tocar a alguien me condujeron rápidamente a extremos de paranoia, desconocidos hasta entonces para mí (o eso creo), tales que me hacían concebir extrañas ideas que involucraban el uso de la gasolina y el fuego, ideas que tomaban en mi imaginación el carácter purificador que tuvieron antes la hoguera y la tortura en ciertas épocas y lugares históricos durante la Edad Media.
A pesar de lo anterior, deseaba verla. Solo a ella y a su mundo personal. Irónica y tristemente, ella era la única de entre toda la gente que conocía que no consentía en verme, a pesar de mis ruegos, de mis mal encubiertos chantajes e incluso de mis odiosos silencios.
El argumento que esgrimía para mantenerme alejado era una mezcla extraña de sentido común, temor real a un contagio y su extrema necesidad de aislarse del mundo y de sí misma. Pero lo real o lo que ahora veo con claridad: se trataba de una paranoia aún más fuerte que la mía. Todo un caso para el psicoanálisis.
Una tarde calurosa como pocas, finalmente decidí verla, al costo que fuera. Me trasladé al edificio en el que habitaba con la esperanza de atrapar una oportunidad de verla, aunque fuera de lejos, y mirarla aunque ella no me mirara, a amarla de manera incógnita, a saber que ella estaba ahí aunque ella no supiera de mí.
Un vecino salió de su edificio. Al verme, simplemente se alejó a toda velocidad, dejando la puerta abierta, lista para mi ingreso y no lo pensé más. Subí las escaleras. Todo era silencio. Un ambiente lúgubre y de tristeza acompañó mi ascenso.
Acostumbraba a verme en el espejo de la puerta contigua al de ella con el fin de arreglar mis cabellos o limpiar mi nariz, más moquienta de lo normal, pero esa ocasión no pude. Dicha puerta estaba abierta y una linda niña se asomaba. Me miró y lanzó un pequeño grito de sorpresa, corriendo de inmediato al interior. Mis manos tiemblan al escribir esto. Cuando se cerró la puerta, por efecto de alguna corriente de aire, pude ver. Vi el reflejo de lo que había sido mi rostro, el cual me aparecía como el de alguien completamente ajeno a mí.
¡Mis ojos destellaban con una expresión inconfundible de locura, mi piel mostraba una pálida consistencia cerosa y mi pelo ralo e hirsuto me daban el aspecto de una cómica imitación del Nosferatu de Herzog!
Si no hubiera sabido de la contingencia sanitaria habría estado tentado a explicarme a mí mismo que esa imagen bien podría deberse a un concurso en el que hubiera participado con un excelente disfraz y luego de tremenda borrachera, pero no, yo sabía muy bien sobre la epidemia y sus efectos perniciosos.
Mi miedo ahora no es el de un misántropo enemigo de la humanidad que evita a toda costa ser contagiado. ¡El miedo que siento es ahora a que ese horrible rostro sea real y no producto de mi paranoia o de mi loca imaginación! Es algo que no puedo soportar.
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